Vivo en una casa grande

Michelle Canett
3 min readNov 2, 2022

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Tota en el sillón de la sala cerca de la ventana, agosto de 2021.

Vivo en una casa grande. Mis papás se mudaron cuando yo estudiaba la universidad, así que me quedé en la casa de la familia. Son tres recámaras, tres baños, una sala, una cocina, un comedor y dos salas de estar (cuartos de televisión sin televisión). Decidí mudarme a la planta baja y abandoné el segundo piso: era mucha casa para mí sola. Donde paso menos tiempo, donde he pasado menos tiempo es en la sala. La sala —a pesar de ser grande, espaciosa, con buena iluminación – se convirtió en un mero adorno. Incluso cuando teníamos visitas o en las navidades, nos movíamos al comedor, a la cocina, al patio; nunca a la sala. ¿Para qué teníamos sala?

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Tenía unos dieciséis años. Iba en la prepa. Andaba con un chico mayor que venía a visitarme a la casa. Lo pasaba a la sala porque mamá no me dejaba pasarlo a mi habitación. Entonces, ahí nos quedábamos, sentados cada quien en un sillón. Luego, en el mismo sillón. Después, uno encima del otro en el sillón. Nunca pasé tanto tiempo en la sala como cuando anduve con ese tipo. ¿Por qué pensaban mis papás que la sala nos impedía acercarnos lo suficiente? Ni idea. Si no pasó, no fue por la sala, sino por razones que descubriría más adelante en mi vida. Tal vez por eso no me gusta pasar tanto tiempo en la sala: me recuerda a ese primer novio culero que tuve en la preparatoria.

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Cuando mis papás vienen de visita, la casa se llena y tengo que regresar a la segunda planta, donde está mi cuarto de adolescente. Hay poco espacio para la privacidad. Mamá habla por teléfono a todas horas con sus hermanas y tiene una voz fuerte que atraviesa las paredes de la casa. Se va a la sala, según ella, para que no la escuchemos. La escuchamos, hasta los vecinos se dan cuenta de que está aquí. Pero la sala le brinda una especie de protección contra el resto de nosotros. Ficticia pero útil. Desde que falleció el abuelo, mamá se va a llorar a la sala y, aunque podemos escucharla desde cualquier parte de la casa, fingimos que no. Tal vez la sala sí tiene ese manto de privacidad, tal vez por eso nunca me cacharon cuando era adolescente.

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Mi casa es grande, pero también es una casa malhecha: casi no tiene ventanas. Entra muy poca luz natural y, cuando comencé a escribir, eso se convirtió en un problema; con el home office, una tortura. Mi escritorio está en un espacio sin ventanas, la más cerca queda a varios metros y, por su posición, rara vez entra luz directa. Por la ventana de la sala sí entra suficiente luz, pero no hay dónde poner un escritorio; además, en verano no llega el aire de la refrigeración, así que tampoco es una opción factible. Me asomo a la sala solo para ver si el sol sigue ahí afuera o si es hora de prender las luces del patio.

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Le digo a mi hermanita —quien se mudó conmigo hace un tiempo – que nunca me voy a ir de esta casa. Las dos odiamos que no haya luz natural, por eso tenemos las ventanas siempre abiertas y despejadas, queremos sol, queremos ventilación, queremos sentir que el encierro no es tan imponente. No tenemos dinero para remodelarla. Nos hemos habituado a esta arquitectura que nos engaña, que nos impide saber si es de día o de noche. Hasta mis gatos sufren buscando una ventana a la cual asomarse. Y los encuentro ahí, en el sillón de la sala, pegados a la ventana, y yo me preparo un té y los acompaño. Me doy cuenta que, aunque casi no he pasado tiempo en esa habitación de la casa, tengo más de una anécdota que contar. Tal vez deje unos libros en la mesa de centro. Tal vez sí mueva mi escritorio a esta ventana.

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